Eurídice XXI: "La voz a ti debida"
Y aun no se me figura que me toca
aqueste oficio solamente en vida,
mas con la lengua muerta y fría en la boca
pienso mover la voz a ti debida.
Libre mi alma de su estrecha roca
por el Estigio lago conducida,
celebrándose irá, y aquel sonido
hará parar las aguas del olvido.
(Garcilaso de la Vega, Égloga III, 9-16)
Cuenta la leyenda que la dríade Eurídice, caminando descuidada un día sobre la verde hierba de la campiña tracia, fue mordida, de manera irreversible, por una venenosa serpiente. Desde entonces, Orfeo, el célebre poeta, consagró su canto al recuerdo de su memoria. Su música, de hecho, cobró mayor sentido, si cabe, tras su frustrado intento de rescatarla de la morada abisal de Hades durante su descensus ad Inferos.
Esta historia mítica, como la relatan Ovidio y Virgilio –si bien con variantes–, sugiere el arquetipo de la amada como fuente de inspiración musical. Se trata de un prototipo, además, que ha ido transitando a lo largo del tiempo, habida cuenta de que diferentes músicas del mundo –remotas y actuales, escritas y orales, cultas y populares– atesoran la imagen de la figura femenina como generadora del canto; así podría analizarse, aunque no sea ahora este nuestro propósito, desde variadas disciplinas sustentadas sobre el comparatismo entre las artes, tales como la mitocrítica y el mitoanálisis, a partir del armazón metodológico de G. Durand, así como la antropología musical o la etnomusicología.
Pues bien, desde tales pautas míticas procedentes de la tradición clásica, al decir de Highet, el entorno sonoro que se propone en la presente obra acaudala profundos sentimientos estéticos enraizados en el amor y la muerte –Eros y Thánatos–, los celos y el desamor, la alegría y la pena, esto es, como en el flamenco o la copla; sentimientos, en definitiva, universales pero en los que, como denominador común, la figura femenina –v.g., Amèlia o María de Buenos Aires– adquiere un destacado protagonismo. Tanto es así que, por las razones compositivas aducidas, este proyecto estético dialoga, en el plano interdiscursivo, con los estereotipos femeninos de la copla y su hermanamiento con el flamenco, es decir, en las lábiles fronteras historiográficas y genéricas de la Ópera flamenca, sobre todo, entre las décadas de los años 20 y 50; recuérdense, p. e., figuras tan emblemáticas como La Salvaora, La niña de fuego, María Candelaria, Manuela, María de la O, Adelfa, La hija de Juan Simón, Mi niña Lola, La chiquita piconera, Rosa Linares o Dolores María, por citar algunos paradigmas representativos.
Aunque, claro está, Eurídice XXI entronca, al tiempo, con estereotipos de calado romántico: desde la bíblica Salomé con su funesta danza, al decir de O. Wilde, hasta Carmen, la cigarrera gitana, como ya viesen los viajeros europeos y recrease F. Rey en Carmen la de Triana (1938), con la interpretación de I. Argentina al son de canciones tan célebres como Antonio Vargas Heredia (De la Oliva-Mostazo-Merenciano) y Los piconeros (Perelló y Ródenas-Mostazo), tema este último del que habrían de realizar, además, variaciones por bulerías N. Ricardo y M. de Marchena en un dúo guitarrístico. Finalmente, más cercana a nuestro tiempo, cabría destacar la actualización de la hechicera Medea, femme fatale en la obra sinfónica homónima de M. Sanlúcar, quien toma como principal modelo la tragedia de Eurípides. Permítannos, en este sentido, dedicar este disco, entre el flamenco y la tradición clásica, a tan estimado maestro, que tantas puertas ha abierto para la música del siglo XXI a efectos estéticos y de interdisciplinariedad.
Ahora bien, los fraseos melismáticos y mensajes literarios formulados en esta obra no se restringen a una mera palingénesis o reescritura de temas que han viajado, como mitemas latentes, en la memoria oral; así puede comprobarse en colombianas, habaneras o Morillas de Jaén, e incluso codificados, con marca de autor, en el ámbito operísticocomo María de Buenos Aires, de A. Piazzolla, del que hemos llevado a cabo variaciones musicales de su cuadro 3b. Al margen de esta poética del tango (o sencillamente sistema tango), la producción artística que se ofrece parte, como contrapunto, de una adaptación literario-musical con lazos de unión, de un lado, respecto a la ópera en miniatura –son, de hecho, fragmentos de calado lírico los que aquí se ofrecen– y, de otro, con la estética conceptual de J. Á. Valente, melómano y defensor de la brevedad-concentración expresiva frente a la palabra banal. Este maridaje entre ambos discursos estéticos, al igual que los versos cantados por Orfeo, viene a justificar, en consecuencia, el aliento valentiano de los ciclos Página en blanco, Fragmentación, Silencio, Transparencia, Fulgor y Unidad, que dotan a la obra de un hilo conductor, a saber: el itinerario iniciático, como el de Orfeo, desde la fragmentación hasta el principio de unidad encarnado en la luz. Lo ha dicho recientemente José Mª Micó, el poeta, en Caleidoscopio: “¿Qué hay detrás de la luz? / Más luz, más pura”.
Sin embargo, estas nociones de poética musical –en palabras de Stravinsky– quedarían un tanto sesgadas si no subrayásemos la relevancia de la música tradicional-popular en este proyecto; es el caso, por mencionar algunas muestras significativas, de la reescritura de formas genéricas canónicas del flamenco y el folclore catalán –seguiriyas, con sabor contemporáneo por sus guiños a L. Berio, y El testament d’Amèlia–, hasta renovadas lecturas interpretativas como la del villancico del Gloria, a modo de deconstrucción a partir de sus estructuras armónico-métricas con ritmo ternario y aires de canción popular andaluza. No obstante, esta construcción-arquetipo, un tanto ancestral, hermana el flamenco con la copla, como se comprueba con Catalina …, de León y Quiroga en La Dolores (1940), del mencionado cineasta F. Rey, en la que también se incluye, por cierto, una significativa escena de C. Piquer con P. Marchena –Niño de Marchena– como concierto de dos géneros y estilos entrelazados.
No faltan tampoco las reescrituras de otros géneros como el fado, en homenaje a A. Rodrigues, fiel admiradora de la copla desde que visionase Carmen, la de Triana, experiencia que le llevó a interpretar La Zarzamora, Ojos verdes o Los piconeros. Nos ha interesado, de hecho, esta concepción del fado (o fados) como canción urbana, entrela tradición y la contemporaneidad, según hemos comprobado, durante prolongadas estancias de investigación, escuchando los arcanos sones de Alfama, en el Museu do Fado y en otros reveladores enclaves de Lisboa (¡estranha forma de vida!). Fruto de este mestizaje, que se proyecta más allá de la saudade y otros universales del sentimiento, es la granada aportación de diferentes generaciones, aunque bien acordadas en nuestros tiempos; así: C. do Carmo, G. Salgueiro, K. Guerreiro, Camané, R. Ribeiro, P. Rodrigues, J. Braga, C. Pires, H. Moutinho, Mísia, J. Amendoeira, M. Dilar, A. Moura, M. Arnauth, C. Branco o Mariza, hasta entroncar con Madre Deus o Dulce Pontes, entre otros singulares referentes lusitanos.
Por último, no podemos dejar de recordar, en esta recuperación de géneros ortodoxos e híbridos que dialogan con el flamenco y la copla, tanto la habanera, con coda final de tanguillos –esto es, desde nuestra lectura de C. Cano–, como la propuesta de un gráfico de la copla, a modo de evocación de Pena, penita pena del impagable trío Quintero, León y Quiroga. Para dicho recuerdo, que diese señas de identidad al film homónimo (1953) de M. Morayta –interpretado por L. Flores–, hemos seguido las pautas teórico-prácticas de M. Ohana y su concepto del tiento. Se trata este músico, en particular, de un compositor que colaboró, con sus transcripciones, en Mundo y formas del mundo flamenco de Molina y Mairena (1963), habiendo explorado para ello los caminos de lo jondo en Trois graphiques, Tiento –ambas obras de 1957– o Si le jour paraît (1963), cuya pieza Maya-Marsya está consagrada a R. Montoya.
Por lo demás, en dicho cruce de caminos y como punto de encuentro entre tales tendencias eclécticas, hemos optado por un formato desnudo y minimalista representado por la música instrumental para guitarra y la voz lírica de soprano. A partir de esta base sonora matriz, se amplía el dúo, con una voluntad de complementariedad, a un conjunto de cámara, conformado por percusión y cuerda. De hecho, las implicaciones simbólicas planteadas entre la música y el texto literario no necesitan de aditamento tímbrico o textural alguno salvo el de la guitarra y la ilustración vocal, con aportaciones ya, a este respecto, en el flamenco y aunque desde otro concepto, como las de M. Caballé y Serranito, P. Marchena con N. Elías y J. A. Rodríguez, y, de forma maestra, por Sanlúcar y C. Linares en Locura de brisa y trino. No obstante, a propósito de esta última contribución, ofrecemos guiños cómplices respecto a la armonización de la cadencia andaluza con la escala mixolidia en la introducción por tanguillos de Gráfico, con apuntes también a los espacios tímbricos de tonos enteros, sobre todo, en Diáfano, Amália y Amèlia.
Bosquejando, pues, estos paysages des âmes, Eurídice XXI refleja, en síntesis, la actualización o transmitificación, en los primeros compases del nuevo siglo, de un arquetipo literario-musical que se ha transmitido hasta nuestros días y con el que distintos tipos de públicos –procedentes del ámbito lírico, del flamenco, de la copla o del fado, melómanos, en definitiva– pueden sentirse identificados. Abogamos, por tanto, en esta propuesta de flamenco lírico, por recursos conceptuales como el silencio, la expresión diáfana y la transparencia de una forma similar a los postulados estéticos de los poetas órficos o heterodoxos; así, A. Sánchez Robayna.
Al margen de está poética de lo neutro, página en blanco o punto cero, Eurídice, en suma, viene a ser la voz a ti debida para Orfeo, según cantase antaño Garcilaso en su Égloga III, cuyos ecos y resonancias poético-musicales llegarían, con el tiempo, como un granado crisol de tendencias y con el amor como telón de fondo, hasta el poemario homónimo de P. Salinas. Quienes escuchen la presente obra musical como arte de la memoria –o tan sólo como lejana banda sonora de aquella gloriosa Ópera flamenca–, al margen de gustos estéticos específicos y preferencias artísticas predecibles, tendrán, en este sentido, la última palabra.
Francisco Javier Escobar Borrego
Universidad de Sevilla