27 de marzo de 2009

UN DISCO ILUSTRADO, José María Velázquez-Gaztelu


  


Siempre he dicho que en esta época que nos ha tocado vivir el flamenco se expresa en muy variados niveles, dependiendo de una serie de elementos en la mayoría de las ocasiones relacionados con la actitud del intérprete, la naturaleza de lo que haya podido absorber en el periodo de aprendizaje y la capacidad para digerir las distintas corrientes.

  A estos aspectos hay que añadir las etapas de formación, ya sean familiares o académicas, los modelos más cercanos y su influencia, los conocimientos adquiridos, la indagación acerca del repertorio clásico, el estudio y práctica de otros géneros, las características de los maestros y, naturalmente, el grado de sensibilidad e inteligencia necesario para llevar a cabo de manera positiva una obra de aceptable dimensión artística. Todos ellos son factores que en mayor o menor medida moldean el distintivo de un músico y determinan el resultado final de su obra.

  Si en una época la manifestación flamenca poseía un diseño relativamente lineal y homogéneo, roto en ocasiones, aunque no de manera traumática, por la fuerte personalidad de algunas voces destacadas, aunque siempre dentro de unos cánones establecidos, a principios de los años setenta del pasado siglo surgió la necesidad de utilizar fórmulas compositivas propias, incluso a costa de ir abandonando las que desde la distancia del tiempo podemos definir como reglas tradicionales. Dicha necesidad, que en muchos casos se transformaba en urgencia, dio paso dentro del flamenco a la figura –no generalizada, desde luego– del creador. O lo que es lo mismo, el flamenco se había convertido en un modelo aleatorio, a partir del cual se podía construir un entramado melódico y rítmico de inspiración propia, originándose las circunstancias oportunas para que surgiera la obra de autor. Por supuesto, este movimiento no se inició de la noche a la mañana ni se mostró de pronto con toda su potencialidad, sino que formó parte de un proceso donde, además de cantaores, guitarristas o bailaores, confluyeron productores, músicos de variado signo, arreglistas, letristas o adaptadores.

  Lo primero que hay que decir de Francisco Javier Escobar Borrego –de nombre artístico Paco Escobar, cuando asume su condición de guitarrista flamenco– es que es Profesor Titular adscrito al Departamento de Comunicación Audiovisual, Publicidad y Literatura de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla, una actividad docente que alterna con la de filólogo, investigador, musicólogo, conferenciante y concertista de guitarra, además de guitarrista para acompañar el cante. Quizá no exista en estos momentos un flamenco con semejante bagaje ni que pueda exhibir un expediente académico de tanto alcance, por lo que Paco Escobar no es uno de los "Exploradores del abismo", si recordamos el título de la última novela de Enrique Vila-Matas, sino un consciente y documentado constructor de pautas musicales, aunque sin duda, y volviendo al principio, como resultado de su constitución pedagógica, del sólido equipaje educacional que marca una posición ante la vida y el arte. Su lenguaje es consecuencia del bien aprovechado paso por las aulas, y eso se evidencia tanto en la elaboración de las composiciones como en sus planteamientos, diseñados según una metodología que responde a pautas determinadas, producto de su mismo pensamiento y de criterios forjados en los amplios y fructíferos territorios del estudio y la reflexión.

  Nada es gratuito en las propuestas de Paco Escobar, que no responden exclusivamente a impulsos estéticos y, además, están por encima de simples adhesiones distorsionadas por una pretendida simbología. Su ofrecimiento, muy bien elaborado, es producto de una compostura existencial, donde se mezcla la experiencia con la sabiduría en un equilibrio que nos lleva a su realidad, a su personal universo sonoro, máximo exponente de la comunicación artística.

José María Velázquez-Gaztelu

JAIME SILES, CONTENCIÓN Y DELIRIO

    



    

Hay visiones de la realidad que son sonoras como otras lo son cromáticas o plásticas. Francisco Javier Escobar consigue que las suyas sean sonoras y plásticas a la vez: como un paisaje que también hablara o como un viento que se dibujase. Y, como buen conocedor de la Tradición con mayúscula que es, ni oculta sus fuentes ni difumina sus claves: las explicita en lo que ha definido como su "poética". A contra-tiempo es un continuo diálogo con los numerosos intextextos de los que deriva su amplia riqueza musical: la de la composición y la de sus no menos identificables referentes. Compositor culturalista, como no lo podía ser menos un músico que también es filólogo, su obra se caracteriza por ser una profunda investigación en los significantes. Lo que se traduce en el mosaico de un doble discurso: el suyo propio y el del meta-discurso que genera.

    De modo que asistimos a un acústico juego de espejos, en el que las imágenes se reflejan las unas a las otras y los sonidos establecen constantes correspondencias entre sí. Música, pues, postmoderna por su historia y su naturaleza, la de Escobar es, sobre todo, lírica por esos surtidores de sentido que conforman sus tonos y esa modulación del ritmo que taracea su expresión, confiriéndole ese lirismo narrativo que tiene y que, como en la poesía de Horacio, desarrolla y despliega una especial morosidad: la del fluir dentro del detenerse. La arquitectónica concepción de sus distintas partes y la perfecta armonía que las une no resta emoción a una pieza como ésta, en la que la técnica está puesta al servicio del espíritu y no al revés. Música, pues, comunicable y comunicante, asistimos en ella a los temas y motivos en que en sí consiste, pero también –y me atrevería a decir que sobre todo– a su masa y volumen fónico-pictural, en el que el apunte de un movimiento se disuelve en el todo descriptivo y éste recibe sus figuras de las secuencias casi fotogramáticas que conforman su aérea instantaneidad. Música, pues, del espacio pero también del tiempo, ésta lo es del aire que recorta sus perfiles dándoles su escultórica unidad. Contención y delirio atraviesan sus notas, y no hay desgarramiento en sus contornos sino un sucesivo y armónico fluir, que acepta la contingencia que le imponen sus límites, pero que no renuncia a la alegría renovada por el rito que es su verdadera clave aquí. El mito que opera en su fondo se renueva en y por el rito que remueve y actualiza su proceso de simbolización. De manera que lo que en sí y por sí está fuera del tiempo pasa a formar parte de él, y lo que sólo es tiempo se destemporaliza en una simbiosis en la que el tiempo y el no-tiempo se nos presentan separados y unidos a la vez por ese punto inmóvil que los aleja y acerca a ambos y que constituye –creo– el eje de toda esta creación. A contra-tiempo remite a una experiencia semejante a la descrita en uno de sus últimos poemas por Ernestina de Champourcin: Contra tiempo, destiempo, / sin tiempo en el tiempo –escribía ella. Y una refacción e ideación del tiempo es lo que Escobar hace y propone aquí: en esta obra suya que supera la tentación trágica que tiene, al diluir el yo en el canto como ha disuelto antes lo culto en lo popular. El yo –como el tiempo– se anula en su vivirlo, y la música y toda su tensión emocional también. 

Jaime Siles